Berta Muñoz Cáliz
El teatro crítico español...
     



A MODO DE EPÍLOGO

 

A lo largo de estas páginas, hemos intentado, a través del estudio de los expedientes de más de doscientes obras teatrales, sacar a la luz distintos aspectos del funcionamiento interno de la censura teatral: los cambios que en ella se produjeron en las distintas etapas del régimen franquista, los criterios con que actuaban los censores, su incidencia en los procesos de creación y en las posibilidades de difusión de las obras estudiadas, así como las consecuencias de la existencia de la censura en la relación entre el teatro de estos autores y la sociedad a la que iba dirigido.

Lejos de presentarse como algo monolítico y uniforme, a lo largo de su dilatada existencia la censura sufrió una serie de modificaciones en función de los cambios producidos en la política del régimen. De este modo, el discurso profascista de los primeros años (período de autarquía), sobre todo durante la etapa en que Serrano Suñer es ministro de Interior, irá dejando paso a un discurso de tintes nacionalcatólicos, sobre todo a partir de la derrota de los países del Eje en la II Guerra Mundial (período de adaptación), cuyo principal representante será el ministro Gabriel Arias Salgado, y a una pretendida “liberalización” a partir del desarrollo económico (período de desarrollo), que se reflejaría en la nueva legislación y las nuevas fórmulas producidas durante el período en que Manuel Fraga está al frente del Ministerio de Información y Turismo, y José María García Escudero a cargo de la Dirección General de Cinematografía y Teatro; liberalización que se acenturá aún más en la etapa de Pío Cabanillas (período de decadencia), hasta su completa desaparición durante la Transición política. Estas etapas se corresponden, pues, en lo esencial, con los distintos períodos del régimen franquista, por lo que la estructuración en períodos de este recorrido por la historia de la censura franquista se ha revelado fundamental a la hora de comprender su evolución.

Muchos son los condicionantes que influyen en el dictamen de una obra, no sólo la temática de la obra y el tono y tratamiento empleados, sino también el prestigio y la significación política de su autor. Así, el temor al escándalo y el deseo de asimilar a los autores más consolidados hacen que las posibilidades de que una obra se autorice sean mayores en función del prestigio de su autor: recordemos la prevención de ciertos censores a la hora de prohibir alguna de las obras de Buero Vallejo, así como el intento de evitar que Alfonso Sastre se convirtiera en “banderín” del antifranquismo, dada la relevancia que por entonces comenzaba a tener, o la ligereza con que se prohíben los textos de Olmo y Rodríguez Méndez, autores que no llegan a alcanzar entonces la notoriedad de aquellos, o se restringen para sesiones únicas las obras del llamado “Nuevo Teatro Español”, desconocidos en su mayoría para el gran público. En cuanto a significación política, valgan como muestra los casos de Buero Vallejo (recordemos la “Nota Interior” sobre su trayectoria política redactada tras el estreno de La doble historia del doctor Valmy), Alfonso Sastre (es notoria la diferencia entre los informes sobre una misma obra redactados antes y después de la radicalización del autor en su oposición al régimen), o los de Rafael Alberti y Fernando Arrabal, en cuyos informes se dice que ciertas obras no eran problemáticas en sí mismas, aunque sí lo eran sus autores, circunstancia que se tuvo en cuenta a la hora de dictaminar.

En cuanto a los temas, encontramos que se toleran con mayor facilidad los problemas cotidianos de las clases humildes —que no de las clases marginales— reflejados en Historia de una escalera, de Buero Vallejo, o Los inocentes de la Moncloa, de Rodríguez Méndez, frente a los conflictos laborales planteados en Tierra roja, de Alfonso Sastre, la adaptación de El puente de Gorostiza que realiza Buero Vallejo, o El ghetto o la irresistible ascensión de Manuel Contreras, de Rodríguez Méndez. Tampoco se tolera la descripción de la vida militar que hacen algunos de estos autores (Sastre en Escuadra hacia la muerte o Rodríguez Méndez en Vagones de madera, ambas obras prohibidas). El solo hecho de sacar a la palestra temas como el terrorismo (Prólogo patético) o el comunismo (El pan de todos) desemboca en ambos casos en prohibiciones para Alfonso Sastre, a pesar de que algunos censores opinan que estos temas no están abordados desde posiciones críticas hacia el régimen. La presentación de las carencias de quienes no alcanzan el nivel económico no ya de la “clase media”, sino del proletariado, tampoco va a ser bien recibida por la censura: la prohibición durante dos años de La camisa de Olmo o la de Los quinquis de Madrid, de Rodríguez Méndez, son buena muestra de ello.

Los aspectos referidos a la sexualidad también serán censurados a dramaturgos realistas y vanguardistas, pues se va a perseguir cualquier tipo de transgresión a lo establecido por la moral católica: desde la prostitución (Las salvajes en Puente San Gil, de Martín Recuerda) o cualquier otro tipo de relaciones extramatrimoniales (La Saturna, de Domingo Miras), hasta las relaciones sadomasoquistas (El gran ceremonial) o la necrofilia (Primera comunión) presentes en la obra de Fernando Arrabal, pasando por la homosexualidad (Flor de Otoño, de Rodríguez Méndez), la masturbación (Coronada y el toro, de Francisco Nieva; Furor, de Jesús Campos), o la transexualidad (Es bueno no tener cabeza, de Francisco Nieva); obras todas ellas prohibidas, a excepción de las dos primeras, que se autorizaron con numerosos cortes. Los censores también van a encontrar objetable el tratamiento de la represión sexual que atenazaba a las mujeres en la sociedad franquista realizado por Olmo en La pechuga de la sardina (obra que sufrió numerosos cortes) o la aparición del tema de la impotencia masculina en La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo.

Al igual que sucedió en el cine y en otros géneros, uno de los aspectos vigilados con más celo fue el referido a la religión: como hemos ido viendo, cuando un texto presentaba alusiones de carácter religioso, generalmente se dejaba el dictamen en manos de los censores eclesiásticos. La censura religiosa afectaba a aspectos como el fetichismo (El Cristo, de Martín Recuerda), la presencia de personajes religiosos en escena (Pelo de tormenta, Coronada y el toro, de Francisco Nieva, ¿Quién quiere una copla del Arcipresde de Hita?, de Martín Recuerda), o el cuestionamiento de ciertos sacramentos, como el de la confesión en Matrimonio de un autor teatral con la Junta de Censura, o el del matrimonio en Nacimiento, pasión y muerte de... por ejemplo: tú, ambas de Jesús Campos. A veces, el solo hecho de tratar un tema bíblico fue visto con recelo (por ejemplo, cuando se prohibió Las palabras en la arena, de Buero Vallejo, para su representación durante los días de Semana Santa). Además, aunque la religión no apareciera de forma explícita, la visión del mundo nihilista o desesperanzada que pudiera derivarse de una obra era vista en ocasiones como signo de falta de religiosidad en el autor (El triciclo, de Fernando Arrabal, A puerta cerrada de Jean-Paul Sartre o De cómo el señor Mockinpott consiguió librarse de sus padecimientos, de Peter Weiss, ambas adaptadas por Alfonso Sastre). No obstante, el tratamiento de la religión por parte de estos dramaturgos no siempre será condenable a juicio de los censores (La sangre de Dios, de Alfonso Sastre, llegó a recibir elogios en este sentido, al igual que Oración, de Arrabal).

Como hemos ido viendo, son muchos los temas censurados (los propios censores no siempre se limitaban a los enumerados en las Normas de Censura aprobadas en 1963), por no citar las numerosas frases y expresiones que se prohibieron por resultar “malsonantes” o “de mal gusto” en opinión de los censores; por lo que resulta imposible, en este apresurado epílogo, mencionar todos con sus distintos matices y sus distintas implicaciones. Entre los temas más relevantes, cabe destacar el de la guerra civil (los tres lustros transcurridos desde la criba de alusiones realizada en La llanura de Martín Recuerda hasta la autorización en 1967 de El tragaluz de Buero Vallejo muestra la trascendencia de los cambios producidos en la censura, a pesar de su talante inmovilista); la monarquía (ya sea en los dramas históricos como Las meninas o El sueño de la razón de Buero Vallejo, ya en las obras de corte farsesco de Luis Riaza —Los muñecos— o Francisco Nieva —La carroza de plomo candente—); las situaciones y personajes imaginarios que representaban alguna forma de dictadura (el dictador de Aventura en lo gris, de Buero Vallejo, el Emperador de El Arquitecto y el Emperador de Asiria, de Arrabal), a no ser que estos quedaran tan camuflados que ni siquiera los propios censores —y con ellos, buena parte del público— captaran esta significación (el padre de familia de La mordaza, de Alfonso Sastre), o la aparición en escena de temas y personajes de implicaciones claramente políticas, como Mariana Pineda (Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda), Ernesto “Che” Guevara (El cerco, de Max Aub), o el mariscal Petain (Muertos sin sepultura, de Jean-Paul Sartre, en versión de Alfonso Sastre), por citar sólo algunos ejemplos.

Pero la prohibición, ya sea total o de fragmentos, no va a ser el único método empleado por la censura para impedir el conocimiento de ciertas obras. Conforme el franquismo vaya evolucionando, condicionado por la imagen que necesita dar ante los países extranjeros de los que depende su economía y su supervivencia, los censores irán autorizando ciertas representaciones en el restringido ámbito de los teatros de cámara, restricción que afecta tanto al tipo de público como al número de representaciones, y posteriormente al de los festivales especializados, como el de Sitges. Esta política va a oponerse frontalmente al propósito, abanderado primero por los realistas y más tarde por el teatro independiente, de hacer un teatro para el pueblo, según el modelo socialista propugnado por Bertolt Brecht, pero acorde también con proyectos anteriores a la guerra civil como La Barraca de García Lorca o las Misiones Pedagógicas de Alejandro Casona.

Incapaz de crear una cultura propia (la de los llamados “falangistas liberales” no sólo no se convirtió en cultura dominante, sino que apenas lograría sobrevivir a la II Guerra Mundial), el régimen de Franco se limitó a cercenar, prohibir, y en algunos casos, asimilar aquellas producciones culturales generadas desde una mentalidad ajena a la del propio régimen. En el ámbito teatral, los combativos dramas falangistas e imperialistas, así como las teorías acerca del teatro del nuevo Estado que se impulsaron durante la guerra civil y los primeros años de la dictadura, pronto dejarían paso a un teatro burgués de evasión con el que desde el primer momento convivió y que acabaría siendo el teatro dominante, al igual que lo había sido antes de la dictadura y como de hecho lo sigue siendo, con las transformaciones pertinentes y su adaptación a los nuevos tiempos, tras la llegada de la democracia.

Ahora bien, si antes y después de la dictadura este teatro conservador pudo convivir con relativa normalidad con otros lenguajes escénicos que expresaban visiones del mundo muy distintas, durante el franquismo, la censura de espectáculos coartó y mediatizó cualquier intento de hacer un teatro que se situara fuera de sus estrechos márgenes ideológicos; de este modo, impidió que se estrenaran obras que hubieran supuesto un soplo de aire fresco para la escena española, desvirtuó espectáculos con cortes textuales y condicionamientos de carácter escénico, varió el punto de vista del espectador —que pasó a buscar claves donde no siempre las había—, y dio lugar a la autocensura de los creadores. Los censores cada vez mostraban mayor suspicacia hacia los posibles dobles sentidos de las obras, y a su vez los autores se veían obligados a buscar nuevos recursos para expresarse. Y si bien en ciertos casos la autocensura no impidió que los textos alcanzaran un importante grado de coherencia interna y de riqueza formal y conceptual, en otros motivó la aparición de un lenguaje críptico, lleno de claves, que perdería su sentido al desaparecer la censura.

La autocensura, que reconocen haber practicado algunos autores, fue quizá la huella más traumática dejada por la censura en la creación dramática del período. A las diversas formas de enfrentarse a este problema y a las peculiaridades de la postura personal de cada autor nos hemos ido refiriendo en capítulos anteriores. Aunque las principales posturas se materializarían en la polémica sobre el posibilismo teatral, la complejidad del tema excede los límites del binomio posiblismo/imposibilismo. A su vez, tampoco los protagonistas de la polémica, Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, actuaron siempre del mismo modo: recordemos las concesiones de Sastre al situar En la red en Argelia, por ejemplo, o la negación de Buero Vallejo a suprimir elementos de La doble historia del doctor Valmy que consideraba esenciales para la comprensión del drama.

En este sentido, si hubiera que esquematizar de algún modo, aun a riesgo de la simplificación que ello supone, podríamos establecer dos grandes grupos, en función de la finalidad con que los autores escriben su obra y del público al que intentan dirigirse. Así, quienes buscan sobre todo la eficacia de su obra en el plano social, suelen optar por ceder en parte ante la censura, mientras que los autores más preocupados por la propia obra como expresión personal y artística habrían sido influidos por la censura en menor medida que aquellos [1] . El posibilismo sobre el que teorizó y que practicó Buero Vallejo, las técnicas de alejamiento espaciotemporal utilizadas por este autor y por otros como el propio Alfonso Sastre o la abstracción que a veces practican Lauro Olmo (El cuerpo) o Martín Recuerda (La llanura) para hablar de problemas muy concretos parecen apoyar esta idea, e igualmente, la audacia expresiva y temática de autores como Fernando Arrabal, Francisco Nieva, Luis Riaza o Miguel Romero Esteo, o el planteamiento de temas y personajes imposibles en la España de Franco que lleva a cabo Max Aub, estaría en relación con la menor preocupación de estos últimos por la repercusión de su obra en la sociedad española. Ahora bien, posturas como la automarginación que adopta Rodríguez Méndez, las correcciones realizadas por Alberti en La lozana andaluza, en su intento de que la obra fuera estrenada en España, o el intento nada posibilista de llevar a escena una obra como Mito, por parte de Buero Vallejo, entre otras, ponen en cuestión esta idea.

Por otra parte, a partir del segundo lustro de la década de los sesenta la irrupción del teatro independiente, que unirá propósitos reformistas y formas próximas a la vanguardia, hace que se difuminen los límites que antes resultaban claros. Así, surgen nuevas estrategias, entre otras, la de evadir la censura teatral presentando los espectáculos como recitales, tal como hizo Salvador Távora con Quejío, o como espectáculos de circo, como sucedió con Els Joglars; además, estos lenguajes permitían un grado de improvisación mucho más importante que el teatro textual. También hay que destacar la relevancia que llegan a adquirir durante la dictadura ciertos lenguajes y géneros, como la alegoría política o el  teatro histórico, si bien este último no sólo resulta ser un género severamente censurado, sino que en la mayoría de los casos, su creación tampoco responde a una táctica posibilista.

Ante el fracaso del intento de convertir el teatro en un instrumento político de reafirmación de los valores del regimen, la censura intentó despojar al teatro español de cualquier alusión que pudiera evocar ideologías adversas e imponerle un alto grado de abstracción; en suma, procuró sustraerle su papel de incitar a la reflexión sobre el comportamiento humano, y convertirlo en puro juego de evasión que transcurriera en un plano abstracto y, en ocasiones, ininteligible. El efecto, sin embargo, fue el opuesto: la hiperpolitización de la recepción, la dotación, por parte del público, de connotaciones políticas incluso a aquellos signos en principio desprovistos de ellos en la mente del autor.

La existencia de la censura ha supuesto un grave estigma sobre nuestra actual percepción de la dramaturgia española escrita durante la dictadura franquista, y de hecho quedan aún numerosos prejuicios por superar antes de que podamos acercarnnos al teatro de estos cuarenta años con la necesaria objetividad. La idea de que existía en nuestro país un valioso teatro que no podía salir a la luz pública a causa de la censura perdió fuerza desde los inicios de la Transición, período durante el cual se fue imponiendo la opinión de que este teatro no tenía razón de ser una vez desaparecido el contexto en que se generó; opinión en la que parecían coincidir los nuevos gestores culturales con los de la etapa anterior y de la que bien podría decirse que constituyó una nueva forma de censura, soterrada y menos brutal pero igualmente perjudicial, para estos creadores y para la escena española. El tiempo se ha encargado de recuperar a algunos de estos autores para la escena y para la edición, como es deseable que recupere a otros dramaturgos que en tiempos tan oscuros impidieron que se extinguiera la mejor tradición del teatro español. Si estas páginas hubieran servido para clarificar en parte el panorama teatral de la dictadura, daríamos por válido el trabajo que ahora concluye.

 



[1] De algún modo, estas dos posturas se corresponden con las tendencias de Reforma y Ruptura establecidas por Á. Berenguer. (Vid. el esquema correspondiente en Pérez, 1999b).