Berta Muñoz Cáliz
El teatro crítico español...
     

Capítulo quinto

LA DESAPARICIÓN DE LA CENSURA

I. La transición política (1975-1978)

3. El teatro de la sociedad democrática

Tal como afirman Berenguer y Pérez, en estos años la sociedad española parece sumida en una intensa transformación que no sólo afectará al orden político, sino también al orden escénico: los cambios políticos afectarán al teatro tanto en lo que se refiere a su temática, como a los mecanismos de producción y distribución, a las expectativas del público, o a los aspectos específicamente artísticos [1] . En este contexto hay que situar el intento de recuperar el teatro del exilio y la tradición teatral interrumpida por el franquismo, o el rechazo de ciertos sectores hacia los textos creados bajo el condicionante de la censura.

Refiriéndose al intento que se produce en este período de recuperar el teatro desplazado por el anterior régimen, Ruiz Ramón [2] acuñó los términos “operación rescate” y “operación restitución”. Por una parte, hay un intento de restaurar la tradición teatral truncada por la dictadura (aunque, como vimos, ya en los sesenta había comenzado una tímida recuperación): se estrenan ahora algunos esperpentos de Valle-Inclán (Los cuernos de Don Friolera, Martes de carnaval, Las galas del difunto y La hija del capitán), así como La casa de Bernarda Alba, de García Lorca. Por otra, se recuperan algunas obras del teatro del exilio, como El adefesio (1976) y Noche de guerra en el Museo del Prado (1978), de Rafael Alberti, ambas estrenadas en régimen comercial. Estos montajes, señala Manuel Aznar, constituirían un símbolo “de la compleja vinculación entre la sociedad democrática española y nuestra mejor tradición teatral del siglo XX” [3] . En algunos casos, estos espectáculos estarían cargados de significación política, como ocurrió con los citados estrenos de Alberti o el de La velada en Benicarló, de Manuel Azaña, en 1980.

La recuperación abarca también algunos dramas prohibidos de los autores que escribieron durante la dictadura. Entre los más significativos, La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo (1976); La sangre y la ceniza, de Sastre (1977); La condecoración, de Olmo (1977); Historia de unos cuantos (1975) y Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de Rodríguez Méndez (1976), y Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda (1977), en lo que se refiere al grupo realista. Igualmente, se estrenan obras emblemáticas de los autores vanguardistas, como El cementerio de automóviles y El arquitecto y el emperador de Asiria, de Fernando Arrabal (1977), o La carroza de plomo candente y El combate de Ópalos y Tasia, de Francisco Nieva (1976); así como algunas de las más representativas de los autores que comienzan a escribir en los últimos años del franquismo: 7.000 gallinas y un camello, de Jesús Campos (1976); El día en que se descubrió el pastel, de Manuel Martínez Mediero (1976); Farsas contemporáneas, de Antonio Martínez Ballesteros (1977); La venta del ahorcado (1977) y De San Pascual a San Gil (1979), de Domingo Miras; Retrato de dama con perrito, de Luis Riaza (1979); Fiestas gordas del vino y el tocino, de Miguel Romero Esteo (1979), o Ejercicios para equilibristas, de Luis Matilla (1980). En palabras de Manuel Aznar Soler, este conjunto de estrenos “constituyó un saludable proyecto de recuperación colectiva, a través de la escena, de una tradición silenciada” [4] .

3.1. Nuevas censuras para la dramaturgia española

No obstante, lo cierto es que, al margen de los estrenos emblemáticos, aún quedaba mucho por hacer en el camino hacia la normalización de la vida teatral del país. Los autores españoles, lejos de conseguir una presencia continuada en las carteleras, ven cómo en estos años se produce una depreciación de sus obras. Piezas que en su día fueron escritas con voluntad de sortear la censura y con recursos adecuados a este fin (alegoría, abstracción, símbolos, alejamiento temporal y espacial…), fueron cuestionadas por su falta de adecuación al nuevo contexto; con afán simplificador en extremo se cuestionó por igual a quienes realmente utilizaban lenguajes no realistas para escapar a la censura que a quienes buscaban experimentar con nuevas formas. El desdén que los nuevos gestores parecían mostrar hacia la dramaturgia española motivó que varios autores y críticos firmaran un Manifiesto en el que denunciaban la situación de los autores españoles en el nuevo contexto [5] . Uno de estos gestores, Adolfo Marsillach (entonces director del Centro Dramático Nacional) descalificaba de forma global a todos los autores que habían creado su obra bajo la censura:

¿Quién es el guapo que les dice ahora a los autores, a quienes se les fue la juventud esperando que la censura autorizara sus obras, que la única posibilidad que les queda les volver a guardarlas en los cajones donde estaban? Es demasiado injusto, pero es así y no hay que darle más vueltas. Estamos obligados —nos obliga el público, por otra parte— a meternos nuestros cripticismos donde nos quepan [6] .

No menos duras eran las palabras de Haro en su respuesta al citado manifiesto. Merece la pena citarlas en toda su amplitud, pues representan un pensamiento enormemente perjudicial para los autores que ha llegado hasta nuestros días:

Tuvo muy mala suerte el “nuevo teatro”. Surgió, rasgado y duro, en una época en que la censura lo impedía y el sistema empresarial lo repudiaba porque rompía el esquema burgués. No tenía, por otra parte, gran calidad, hablando en términos generales. [...] Interesó a profesores extranjeros y españoles, que veían en este hecho una manifestación sociológica o que estimulaban políticamente este teatro como una muestra de resistencia política, antifranquista. Fueron pasto de algunos grupos teatrales independientes, que trataban así de manifestar esa condición de independencia, pero cuya buena voluntad de lucha no estaba acompañada de medios materiales ni de una excesiva capacidad interpretativa: sus obras se representaron mal. Tuvieron premios, y no fueron representados. Pero, con todo ello, con traducciones y ensayos, con su inclusión en historias del teatro, tuvieron derecho a creerse genios incomprendidos. Y capaces de salvar al teatro español. Sólo que la culpa era de Franco.

Franco muerto, y evolucionado políticamente el país, se creyeron con derecho a salvar el teatro. Habían adquirido una mentalidad de excombatientes a los que siempre hay que recompensar. Sacaron de los cajones las gloriosas obras prohibidas y las ofrecieron. Algunos se estrenan. El Centro Dramático Nacional ha sido generoso. [...] Alguna empresa privada se atrevió con otra obra, Las planchadoras, de Rodríguez Méndez [sic], y fue un desastre. Privados de su calidad de lucha y de combate, de su condición de víctimas, de clandestinos, de subterráneos y perseguidos, lo que queda ahora a la luz es su teatro. Es arcaico. Es, a veces, tan repleto de claves pasadas, cuando ya se habla sin claves, que resulta incompresible. Se refugia en el lenguajismo, en la parábola, en la perífrasis. Resulta indirecto, y su violencia se descarga ya sobre la nada. Por el momento, estos autores no son capaces de escribir las obras que necesita “la evolución política que se está representando”. Son arcaicos.

Pero, acostumbrados a situar en lo exterior y en la opresión las razones de su invisibilidad, consideran ahora que el problema sigue estando fuera, y no dentro de su teatro. Su aventura actual es la del dinosaurio: se extinguen por falta de adaptación. [...]

Denuncian entonces al exterior, a la estructura. Lo mezclan todo y no les importa hacerlo injustamente. Desde una exaltación patriótica en la que piden protección por el hecho de ser españoles, a una denuncia del teatro extranjero que se estrena, creyendo que es mejor traer las formas extranjeras por la inspiración de las obras que ellos imitaron que por las obras directas [...]. Llaman “inquisidores” a aquellos que, en uso de su libertad, expresan una teoría teatral que no coincide con sus obras: como ya no tienen censores, se los inventan. Y se convierten, a su vez, en inquisidores de las actividades teatrales de los demás [...].

Su capacidad de autocrítica no existe. Prefieren criticar a los demás por aquello en lo que fallan ellos mismos. Debe ser su consuelo [7] .

En su réplica, Miralles reclamó el derecho de los autores a “participar en el panorama cultural de nuestro país” y a la observación objetiva de una realidad en la que permanecían vigentes “numerosas situaciones que los nuevos reformistas quisieran borrar de un plumazo para seguir medrando sin mala conciencia” [8] . No obstante, el discurso descalificador se impuso y la falta de vigencia del teatro creado en la España de Franco se convirtió en un lugar común. Así, por ejemplo, Ángel Fernández-Santos denunciaba la impronta que había dejado la censura en la creación teatral española, incluso en la que habría de crecer en libertad:

Al teatro le acaban de quitar la mordaza y resulta que era mudo. Sigue callado. Tiene cosas que decir, nubes de polvo que levantar, escándalos que crear, transgresiones que perpetrar. Pero carece de voz calificable que llamamos lenguaje, y que se le quedó olvidada en la cuneta de su expolio y su mudez.

Al teatro le dejan, por fin, hablar, ahora que no puede hacerlo. La cosa encaja. Le han dicho que se levante y que ande cuando cuarenta años de quietud le han dejado paralítico. Pero no se ha levantado ni ha echado a andar. Quitadme otras mordazas, ha dicho. Ya no queda la censura oficial, pero quedan otras, como los intereses de los que trafican con él, la ignorancia de los intrusos que viven a su costa, la falta de acostumbramiento de sus destinatarios a la libertad, el miedo crónico de sus profesionales, la autocensura, que ya es una segunda naturaleza de quienes imaginan para él. La historia, sobre todo cuando lo es de servidumbre, no se remedia por decreto.

Ahora le toda arrancar a andar al paralítico y reaprender a hablar al mudo. En las cunetas han quedado los despojos de una sórdida batalla: miles de folio tachados por lápices rojos, años y años de horas de ensayos guillotinadas por el “no” hediondo de un funcionario perfumado, incontables carreras truncadas, cerebros deformados, imaginaciones cohibidas, varias generaciones enteras de profesionales frustrados, millones de espaldas vueltas, de vidas hechas para la luz y consumidas por la sombra, infinitos gestos escépticos, ¿para qué?; actos de voluntad de crear teatro que se han quedado sólo en eso: en muñones de actos. Ese es el saldo de un viejo decreto que ahora otro nuevo no va a remediar.

No hay mayor paradoja para la libertad que descubrir en su otorgamiento un simple valor formal, casi simbólico. Ya no hay censura teatral. Agradable noticia [9] .

Similar sería la tesis defendida por Guillermo Heras, quien ya en los primeros años de gobierno del PSOE señalaba la falta de eficacia de los lenguajes escénicos surgidos durante el franquismo; para este autor, la dictadura había traído consigo una serie de “traumas y censuras que dieron origen a un metalenguaje de complicidad con el público, y que, lógicamente, al cambiar la situación política, hizo entrar en crisis muchas de las propuestas de estos grupos”. Para este autor, gran parte de los textos escritos entonces quedaron “desfasados al estar vinculados tan claramente a una situación de opresión y por consiguiente practicar un estilo metalingüístico lleno de referentes del momento, sin apenas interés en la actualidad” [10] . Heras, sin embargo, no hacía extensible esta afirmación a todo el teatro del período, sino que citaba a una serie de autores cuya obra, en su opinión, seguía siendo válida aún después de la dictadura (Cabal, Alonso de Santos, Martínez Mediero, Romero Esteo, Nieva, Riaza, Brossa, Matilla, García Pintado, Benet i Jornet, López Mozo, Ruibal, Miralles, Campos y Jiménez Romero).

Si desde el antifranquismo se vertían opiniones como las citadas, la postura de la antigua derecha franquista no va a ser muy distinta en lo fundamental, aunque varíen los argumentos y el tono del discurso. Dentro de la operación de desprestigio y con una voluntad de desterrar de las salas el teatro escrito durante la dictadura, Manuel Díez Crespo proponía, en las páginas del diario Alcázar, la iniciativa de abrir una sala dedicada exclusivamente a autores noveles:

Estos autores de hoy, es decir, llamados de hoy, están infectando con su torpe y ridícula cursilería nuestros escenarios con sus distinguidos engendros, a las veces, bien recibidos por un público tan cursi o pedante como el autor en cuestión, y asimismo por algunos comentaristas que se creen que están a la última si les llevan el compás a estos mamarrachos borrachos de fama. [...] [Hace falta] una sala dedicada a autores noveles. Exclusivamente noveles, para que se representen obras no contaminadas por estos mentecatos —del latín, mente capta— nos abandonen ya de una vez y le dejen paso a otros cerebros más frescos. Autores noveles que se den cuenta de su responsabilidad en estos momentos. Autores noveles que hayan sido escrupulosamente seleccionados por un comité de lectura con una cierta cultura y un poco de vuelta de “novedades trasnochadas”. Porque estamos en una edad que yo he denominado con cierto éxito “de los tonticultos” a los que debemos gran parte de las memeces que nos invaden estos días [11] .

De hecho, esta propuesta coincide en buena parte con la llevada a cabo unos años después, paradójicamente, por el gobierno del Partido Socialista, con la creación del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas dirigido por Heras. La realidad fue que se marginó a los autores antifranquistas y se apoyó institucionalmente a los creadores surgidos ya en la democracia. Entre quienes habían escrito durante la dictadura, únicamente se defiende el trabajo de aquellos que no recurrieron a símbolos ni alegorías, ni trataron la temática antifranquista, además de no haber alcanzado entonces una relevancia que les impidiera aparecer ahora como nuevos (Fermín Cabal, José Luis Alonso de Santos, José Sanchis Sinisterra). Desde el punto de vista de los perjudicados, Domingo Miras exponía la situación del siguiente modo:

[...] Hasta hace poco, unánimemente se pensaba que en España había una serie de autores a quienes la censura tenía silenciados. Son, precisamente, los autores de mi generación. Los promotores teatrales decían con frecuencia que ardían de deseos de montar sus obras, pero que, desgraciadamente, estaban prohibidas. Ya vendrán otros tiempos, y entonces ellos podrían, al fin, tener el placer de hacer que se representaran esos textos excelentes.

Vinieron esos otros tiempos, y la censura oficial desapareció. Ya no había prohibiciones, pero se empezó a decir que en España no había autores. Primero fue un murmullo, luego un rumor, saltó por fin a la lectura impresa, a la columna periodística firmada; aquellos promotores que tantas ganas tenían de montar esas obras y que tan mala conciencia parecían tener por no hacerlo, han dejado ya de preocuparse por el tema, y hasta el propio Ministerio de Cultura parece estar encantado de que en España no haya autores, a juzgar por la facilidad con que lo acepta [12] .

Además, denunciaba las ínfimas condiciones en que se habían producido la mayoría de montajes de obras de autores españoles:

[...] Ni se produce la avalancha de obras acumuladas durante tanto tiempo por el dique de la censura, ni permanecen rígidamente contenidas como antes, sin salida alguna. Se han abierto algunas salidas mínimas, las justas para impedir que aumente la presión, y por ellas están apareciendo esporádicamente algunos que otros estrenos de dramaturgos españoles. Salvo alguna rara excepción, estos estrenos suelen ser grises, sin relieve ni atractivo, bien porque se hacen con actores oscuros que no atraen a nadie, bien porque se hacen con montajes planos y sin fuerza. [...] Los montajes de autores nuevos [...] transcurren sin pena ni gloria en casi todos los casos. [...] la sensación general es la de que unas esperanzas alimentadas durante mucho tiempo se están desvaneciendo paulatinamente. Éste es el resultado de la forma tímida, insuficiente y ramplona con que se han abordado los mínimos estrenos que se programan, en la cantidad indispensable para que sirvan de coartada a los promotores públicos o privados que así pueden citar un montaje de autor español para que no se les pueda acusar de no montar ninguno, y reservándole, por supuesto, las peores fechas, o los peores medios, o ambas cosas a la vez.

Las cosas se están haciendo como si se quisiera conscientemente dar la razón a esa tesis antes citada de que en España no hay autores, como si se quisiera destruirles y hacerles desaparecer [13] .

Igualmente, Jesús Campos expresaba lo insólito de lo ocurrido en la democracia con los autores que se habían dado a conocer en los últimos años del franquismo:

Un día antes eres joven todavía, prometes, un día después ya vas de malogrado, lástima. Ayer te prohíben, hoy casi los mismos hablan de caducidad. Se produce la gran oportunidad cultural y a lo más que llegamos es a organizar cabalgatas. Y son las partes de un todo, el mecanismo de confundir (desorientar, devaluar, sobreinformar), y todo sin mala intención, porque no es una historia de buenos y malos, los pueblos son como las personas, complejos, llenos de contradicciones, y a la necesidad de avanzar se opone el miedo a lo desconocido [14] .

Contra las opiniones adversas a la validez del teatro creado durante la dictadura, Lorenzo López Sancho rompía una lanza a favor del mismo. En su crítica de Retrato de dama con perrito, de Luis Riaza, celebraba el nacimiento de una corriente de teatro “no realista, mágico, poético, más alegórico que simbólico, al desembocar las generaciones prohibidas o amordazadas por la censura en un área de libertad de expresión” [15] . Aún en 1992, cuando Alfonso Sastre estrenó El viaje infinito de Sancho Panza, destacaba la calidad de los autores que habían escrito durante el franquismo: “La promoción aquella de los años 40-50 no ha sido mejorada, ni siquiera sustituida. Que no se diga que la libertad es menos fecunda que la censura” [16] .

3.2. Libertad de información y abandono de las salas de teatro

El cuestionamiento de la calidad del teatro español vino acompañado de un creciente desinterés del público. Refiriéndose a la decepción sufrida en primera temporada teatral de la democracia, José Monleón hablaba de “la previsión incumplida”:

Fue un principio generalmente aceptado que la progresiva liberalización del país entrañaría el desarrollo paralelo de un buen teatro. Liberalización significaba una mayor tolerancia de la censura, significaba el ascenso del nivel crítico, significaba la creciente aceptación pública de la divergencia política, significaba, en definitiva, una progresiva legitimación de la dinámica histórica, y, por tanto, de su reflejo cultural [17] .

A pesar de las expectativas, la sociedad española no se interesó por el teatro que había estado esperando el final de la dictadura para salir a la luz:

Cabía, pues, un teatro que respondiera “al momento”, un teatro ligado a la “demanda cultural y política” de una sociedad en vías de democratización. Una productora madrileña —Corral de Comedias— jugó la carta y se arruinó. Porque El adefesio, tras sus primeras semanas esplendorosas, interesó cada vez menos en Madrid y en provincias. [...] En el caso del Teatro Furioso de Nieva [...] el espectáculo, celebradísimo por la crítica, tuvo poco público, y el intento de llevar por toda España un teatro imaginativamente agresivo, escrito con calidad literaria, surreal y muy superior al habitual, murió también en Barcelona. Finalmente, el montaje que acabó de asfixiar a Corral de Comedias fue el de El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal [18] .

Además de los citados, señalaba otros estrenos paradigmáticos que habían arrojado pérdidas cuantiosas: Los cuernos de Don Friolera, La casa de Bernarda Alba, Oye, patria, mi aflicción y El arquitecto y el emperador de Asiria. Únicamente el drama de Martín Recuerda Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca había obtenido un notable éxito de público. Manuel Aznar llamaba la atención sobre lo paradójico de que el teatro de la extrema derecha añorante del franquismo gozara de un “relativo éxito”, mientras que cierta dramaturgia de la vanguardia antifranquista fracasara en la taquilla [19] . Andrés Amorós coincide en señalar que “los nuevos aires democráticos no sentaron bien al teatro” [20] , no tanto por la calidad de las obras representadas como por la fría acogida que les dispensó el público:

En los últimos años del franquismo había florecido un cierto teatro de la resistencia. […] Con frecuencia, se acudía a ver una obra de Bertolt Brecht o de un grupo independiente con la misma conciencia cívica y autocomplacencia con que se escuchaba una canción de protesta: con la doble emoción de dar testimonio político y de disfrutar de algo que, en cualquier momento, la censura podía abortar. Esto pasó, como era inevitable. El teatro volvió a ser, simplemente, teatro; es decir, algo complejísimo, que excede por todas partes al texto que recitan unos actores. Y ese público politizado, progre, no siguió prestando su apoyo a los espectáculos de interés [21] .

Una de las causas de este abandono del público, se dijo entonces, fue el desplazamiento del interés de los españoles hacia la actualidad nacional, accesible ahora por medios más directos, como el periodismo. Según Monleón, durante la transición “se barruntaban días de violencia callejera, días de tensión social, en los que ‘el teatro estaría en las plazas’, y a nadie se le ocurriría meterse en una sala cerrada para conocer la historia de unos cuantos personajes”. Además, la “actitud política ya era posible en términos mucho más específicos y directos que viendo una obra progresista” [22] . Así mismo, Moisés Pérez Coterillo afirmaba: “el acontecer político ha sido por derecho propio el espectáculo del año” [23] , idea con la que coincidía Alberto Miralles, quien destacaba la diferencia entre el nivel de permisividad alcanzado por la prensa y el estricto control a que seguía sometido el teatro; este autor comentaba lo sucedido en 1976 con El día que se descubrió el pastel, de Martínez Mediero, obra que, en palabras de este autor, suponía “una feroz dentellada al búnker que tan activo se mantenía por aquellas fechas”:

Pues bien, el espectáculo, que no tuvo éxito, no alcanzó ningún grado de ofensiva crítica, siendo, sin embargo, más virulento que Las hermanas de Búfalo Bill. ¿Por qué? Las hermanas... pertenecía aún a una época de terror, donde la prensa estaba excesivamente amordazada. Tras la muerte de Franco, los reductos franquistas fueron sistemáticamente torpedeados con la “vista gorda” de un Gobierno atento a ofrecer una nueva imagen. Días antes del estreno de El pastel..., el semanario El papus (14-2-76) publicó un número dedicado al búnker, y en aquellas pocas páginas había más atrevimiento —y permiso— que en todo nuestro espectáculo. Hasta caricaturas de Girón. Nosotros, con nuestra impotencia inconsciente a cuestas (y 14 cortes de censura) teníamos que seguir diciendo “hombre de las gafas oscuras” en vez de Empresario y poner un rosario de tres kilos y cinco metros de diámetro a un personaje femenino para dar pistas de su simbología eclesiástica. El rosario, por supuesto, lo suprimimos en el ensayo general para censura. Cualquier lector de El papus que habiendo pagado por la revista sus 35 pesetas, entrara en el Arlequín pagando 350, era absolutamente previsible que encontrara la obra teatral con menos interés que las portadas, sólo las portadas, de muchas de las revistas expuestas en los quioscos callejeros [24] .

El teatro pierde, pues, su papel de tribuna política, arrinconado por una prensa cada vez más libre. Sin embargo, esta explicación no era suficiente, según José Monleón, para explicar la crisis teatral de estos años. Este autor cuestionaba si realmente existía en la sociedad española un sector de público capaz de sostener un teatro “artísticamente valioso e ideológicamente democrático”, y si había sido el teatro para la izquierda “nada más que un ‘mensaje’ y, por tanto, una expresión sin interés cuando estos mensajes pueden leerse en los periódicos”:

La explicación de que el teatro “estaba en la calle” tampoco era satisfactoria. Porque, salvo en contados momentos, la verdad es que la calle “no dio para tanto”; a menos que el término lo ampliáramos a “vida pública”, con el riesgo de declarar, en ese caso, que al teatro le sienta mejor el enclaustrador verticalismo que la democracia [25] .

Para Monleón, en definitiva, “la democratización del país habría acarreado, contra las previsiones superficialmente establecidas, una regresión de la vida teatral”, debido no sólo a que el teatro había perdido su papel de sustitutivo de las manifestaciones políticas, sino también a otras circunstancias [26] . La reacción de muchos autores ante aquella difícil coyuntura, señala Alberto Miralles, fue la de escribir para la publicación y no para el estreno, con la consiguiente perturbación del género:

Yo creo que ante la imposibilidad de estrenar y dada la relativa facilidad de publicación (menos rigor de censura, mayor consumo literario, menos precio), el autor dramático escribe para editar y tómese esta observación no como norma, claro está. Con tales perspectivas, nos hallamos ante una deformación de la finalidad del Teatro que es la de ser representado, para convertirse en literatura dramática. Lo que los nuevos autores despreciaban al comienzo de su aparición (textos en exceso literarios, pero sin viabilidad, ni experimentación escénica), paradójicamente acaban tomándolo para sí [27] .

3.3. La creación teatral en la Transición

A pesar de las dificultades, el panorama teatral de estos años se presenta especialmente rico y heterogéneo. En él fructifican lenguajes vinculados a la profunda renovación de la escena acaecida en Occidente desde los años sesenta, lo que supone un “conglomerado de influencias notoriamente abigarrado y fértil” [28] .

En este complejo panorama teatral también tiene cabida un conjunto de dramaturgos partidarios del anterior régimen que rechazan abiertamente el proceso de la Transición y los valores democráticos, cuya mentalidad es próxima a la de los grupos radicales que componían el llamado “búnker” [29] . Obras como Un cero a la izquierda (1978), de Eloy Herrera; Cara al sol con la chaqueta nueva (1978), de Antonio D. Olano; Yo fui amante del rey (1980) y La Chocholila (1981), de Emilio Romero, o Los consensos medievales o follones a raudales (1981), de Francisco Teixidó, entre otras, llenan de perplejidad a quienes siguen de cerca el devenir del teatro español. Al trazar el panorama de ese año, José Monleón llamaba la atención sobre este teatro tan beligerante en su campaña antidemocrática:

En mis veinticinco años de crítico teatral —casi todos ellos en el marco del franquismo— quizá no me he encontrado nunca ante dos obras tan reaccionarias como Un cero a la izquierda, de Eloy Herrera [...] y Cara al sol con la chaqueta nueva, de Antonio D. Olano. Supongo que la explicación no es difícil. Con la extrema derecha en el poder, establecida la censura previa y rigurosamente controlados los medios de comunicación social, carecía de sentido proponer un teatro explícitamente fascista [30] .

Por otra parte, el auge del “destape”, iniciado a finales del período anterior, prosigue en estos años y de él participan algunos de los autores citados, como Antonio D. Olano, quien escribe textos como Madrid, pecado mortal (1977). Pero el “destape” no sólo se nutre de obras de esta tendencia, ya que se inició con obras extranjeras. Según comentaba Monleón a propósito del año teatral 1975, el tono de este teatro “fue rematadamente bajo y buscó el éxito casi siempre a base de jugar la carta fácil de la infidelidad conyugal y cierta pornografía” [31] :

El estreno de Equus marca el comienzo de una nueva etapa. Prohibido inicialmente, la autorización posterior del desnudo hizo del drama de Shaffer, tan culturalmente ajeno a nuestra realidad [...], uno de los grandes éxitos de taquilla, en Madrid y en cuantas ciudades españolas se presentó. Oh Calcutta! afirmaría el triunfo, lógico y enfermizo, de ese tipo de teatro. Con independencia de su mayor o menor valor, nuestros escenarios se llenaron de comedias que tenían, como supremo aliciente, el desnudo, generalmente forzado, de algunas de sus intérpretes [32] .

La irrupción del “destape” cuando aún había obras prohibidas por distintos motivos dio lugar a que se extendiera la idea de que la censura era “mucho más severa en lo ideológico que en lo —llamémoslo— físico”, tal como afirmaba Luciano García Lorenzo en 1977, quien explicaba: “Se permiten exihibiciones —sobre todo del cuerpo femenino— que llegan a sorprender, dado el contexto, pero se prohíben palabras y frases que puedan alterar la mente del del espectador” [33] .

También perdura, y con gran éxito, la llamada comedia burguesa de evasión. En este período continúan cultivándola autores que ya lo habían hecho en etapas anteriores, como Jaime Salom (Historias íntimas del paraíso, La piel del limón), Víctor Ruiz Iriarte (Buenas noches, Sabina), Juan José Alonso Millán (Los viernes a las seis), Antonio Gala (¿Por qué corres, Ulises?, La vieja señorita del Paraíso), Alfonso Paso (La zorra y el escorpión), Torcuato Luca de Tena (Una visita inmoral o La hija de los embajadores) o Santiago Moncada (Violines y trompetas, Salvar a los delfines, La muchacha sin retorno), y surgen nuevos comediógrafos como Miguel Sierra (Alicia en el París de las maravillas), entre otros. Buena parte de estas piezas presentan algunas novedades, encaminadas a atraer la atención del público, con respecto a las comedias de períodos anteriores, como la presencia del erotismo o el oportunismo de los temas y personajes (el divorcio, personajes de la vida política española...), cuyo tratamiento, en algunos casos, refleja mentalidades claramente reaccionarias, de forma coherente con las modalidades expresivas empleadas [34] . En lo que se refiere a censura sufrida por estos dramaturgos, no hemos encontrado ninguna obra prohibida durante estos años.

Sin embargo, tal como afirman Berenguer y Pérez, el predominio de conciencia colectiva de transformación en la sociedad española se corresponde con un importante número de creadores que participan del carácter evolutivo y renovador del arte occidental contemporáneo. En esta tendencia conviven muy diversas formas teatrales: “desde espectáculos de vanguardia que prescinden de la verbalidad, hasta creaciones textuales de considerable relieve” [35] .

Así, se estrenan ahora obras que fueron escritas años atrás como denuncia de diferentes aspectos del franquista y en su día fueron prohibidas por la censura, por lo que en ocasiones habían perdido su vigencia cuando subieron al escenario; obras a las que estos autores enmarcan en la llamada subtendencia radical [36] . Pero también suben al escenario una serie de creaciones que forman parte del teatro español más inquieto y distan mucho de haber perdido su vigencia, ya que incorporan “aspectos propios de una visión del mundo atenta a las nuevas señales del presente”, y atienden a la renovación de los lenguajes teatrales y a la búsqueda de cauces expresivos capaces de materializar en el plano escénico la nueva mentalidad reformista [37] . Estos autores llevan a cabo una renovación del realismo escénico mediante la incorporación de “una evolución de los lenguajes escénicos exigida por las nuevas sensibilidades y llevada a cabo a través de elementos de diversa procedencia, propios de una mentalidad moderna y atenta a los nuevos tiempos” [38] .

Finalmente, un reducido grupo de autores mantiene las principales constantes estéticas de sus creaciones anteriores, sitúandose al margen de las preocupaciones mayoritarias de la sociedad española en este momento histórico. Dichos autores manifiestan a través de sus obras “una actitud de radical alejamiento con respecto a las esferas temáticas y estéticas presentes en el resto de la creación teatral”, y van a emplear lenguajes escénicos “situados al margen de los cauces de comunicación teatral aceptados por la lógica, el realismo o la práctica común, y dotados de una evidente audacia expresiva y de un atestiguado carácter experimental” [39] .

Algunos de ellos estrenan ahora algunas de sus piezas, si bien, tal como señaló Alberto Miralles, no se llegó a producir una verdadera recuperación de estos autores para la escena española. Este autor calificaba de “manipulación” lo ocurrido con los estrenos de Alberti y Arrabal, ya que se habían llevado a cabo en términos meramente comerciales y se habían vaciado de contenido. Acerca de El adefesio, escribe:

Lo sospechoso es que la obra se ofreció exactamente igual, a iguales precios, con los mismos empresarios y en los mismos teatros que cualquier comedia al uso. Alberti-Casares y el exilio había sido una jugada económica. El exilio era rentable. Quienes debían de haber acometido el suceso convirtiéndolo en auténtico y honesto, es decir, empresarios o actores de una trayectoria más coherente con los presupuestos políticos de ese retorno, no lo hicieron. Y paradójicamente había que agradecer la recuperación de Alberti a quien tuvo la visión comercial, que no política, tan aguda como para arriesgarse en la empresa [40] .

3.4. A vueltas con el posibilismo: el debate Arrabal-Buero

En 1975 tiene lugar una nueva prolongación del debate sobre el posibilismo teatral, esta vez retomado por Fernando Arrabal en la revista norteamericana Estreno. Arrabal se mostró partidario de la actitud de Alfonso Sastre y tachó al posibilismo de ser “más que reducido”, además de atacar a Buero Vallejo haciendo uso de una serie de tópicos, como su condición de académico o los premios que le fueron concedidos durante el franquismo, y le acusó de insolidaridad con los autores exiliados y amordazados:

Por cierto que la polémica sobre el posibilismo mantenida entre Alfonso Sastre y Buero Vallejo toma todo su valor en estos momentos en que el primero está encerrado en la cárcel de Carbanchel [sic] y el segundo, académico de la Real Academia de Madrid, acepta los premios más famosos de la España de Franco [41] .

En su réplica, Buero Vallejo recordaba su propio encarcelamiento tras la guerra civil, la condición de académicos de tres de los escritores que defendieron a Arrabal durante su juicio (Vicente Aleixandre, Camilo José Cela y Pedro Laín Entralgo), y los numerosos premios de algunos autores amordazados por la censura. Con respecto a la acusación de insolidaridad, enumeraba una serie de escritos firmados por él en los que mostraba su apoyo a los jóvenes autores dificultados, entre ellos, una “Carta de 42 intelectuales a ABC en defensa de Arrabal” (ABC, 29-XII-1966) [42] .

La polémica no acabó aquí, sino que tuvo su continuación, también en Estreno, en la réplica de Arrabal encabezada con el significativo título “La alienación franquista” [43] , en la que hablaba de dos “tesis franquistas”, las cuales eran respaldadas, según él, por Buero Vallejo:

A) “Más o menos” el teatro de todos los autores españoles se “iba haciendo” en España con “mayores o menores” dificultades... o bien se hubiera hecho en su día (si “el Caudillo” hubiera tenido más luenga vida) [44] . Para alimentar este argumento falaz los franquistas llevaban una contabilidad aplicadísima de las excepciones (por microscópicas que fueran) a la regla general de censura y mordaza para los enemigos declarados de la tiranía: en ella figuraban desde las dos líneas del Pensamiento Navarro del año catapún hablando con decoro de tal o cual autor amordazado hasta la representación única en un colegio de monjas escolapias de un acto de treinta minutos de un autor desterrado. Este minucioso recuento iba destinado a izar el postulado mayor de la propaganda fascista: “no hay autores perseguidos, ni amordazados, ni censurados”.

Contra esta idea, Arrabal defendía que “la mayoría de los dramaturgos hispanos no pudieron ejercer su profesión en la España franquista”. En segundo lugar, el autor melillense señalaba:

b) Los autores que el régimen de Franco defendió, subvencionó, premió y levantó como banderas culturales eran dramaturgos universales tan célebres en España como en el resto del mundo [45] . Para apoyar este mito se dedicaron a contabilizar todos los “triunfos” de sus pupilos más allá de los Pirineos; en esta escrupulosa contabilidad de liliputiense no faltaría ni la pieza leída a orillas del Sena ante veinte personas que sería promovida al rango de “estreno en París” ni la representación por un grupo de alumnas de colegio (los muchachos se negaron a actuar) de tal otra pieza que será bautizada “estreno en Nueva York”. Con ello se demostraba la infalibilidad del franquismo: “sus autores” el extranjero también les festejaba (sic). La realidad es que estos autores florecieron a la sombra del régimen... ocupando muy probablemente en algunos casos el lugar que hubieran debido tener sus colegas amordazados, o desterrados. ¿Quién en España, entre “el gran público”, conoce el teatro de Alberti, y quién ignora la obra de Alfonso Paso? En Francia, Italia o el resto del mundo la respuesta a semejante pregunta, claro está, sería diametralmente opuesta.

Arrabal se quejaba una vez más de la insolidaridad de autores “premiados, ensalzados, subvencionados y mantenidos por el franquismo”, hacia sus compañeros “vencidos” y “censurados”, y lo achacaba a su “complejo de inferioridad”. Además, afirmaba que el hecho de tener frases censuradas, obras prohibidas o incluso el haber estado preso en las cárceles franquistas no era óbice para que posteriormente el régimen “mimara” a estos autores, pues, según él, posteriormente habrían renegado de su anterior postura: 

Todos estos autores premiados por el régimen cuentan con frases suprimidas por la censura o incluso con alguna obra prohibida. ¿Quién ignora por ejemplo las dificultades del franquista Alfonso Paso con la censura? Pero ¿cómo comparar lo incomparable?

Algunos de estos autores a la hora en que nuestras familias fueron diezmadas por los pelotones de ejecución franquistas también sufrieron persecuciones y cárceles. Como felizmente para ellos no defendieron después las teorías que les llevaron al presidio —sino que por ell (sic) contrario las condenaron— a nadie podría extrañar que sus pasados heterodoxos no fueran obstáculo alguno a sus carreras. Lo grave era pensar y decir lo que Sastre, Forest, Alberti o Xirinachs pensaron y dijeron hasta la muerte de Franco.

Finalmente, la inconcreción que hasta ese momento dominaba el artículo daba paso a la alusión personal a Buero Vallejo:

Es muy triste para el hombre de buena voluntad como yo observar que Buero Vallejo adopta los argumentos de la propaganda franquista para difamarnos... aunque quizás tan solo sea para defenderse. La alienación franquista fue tan poderosa (uno a veces se pregunta si dañó las células vitales del cerebro) que tengo la impresión de que Buero Vallejo nunca se dio cuenta de lo que significa como dolor el destierro, el no poder expresarse en su propia lengua y el escarnio que supone afirmar “alegremente” (estoy convencido que no es aviesamente) que de los autores, contra los que había una consigna de “censura total” (como afirmaba la administración fascista), “se iban viendo sus obras en las carteleras españolas” (como afirma Buero sin pestañear).

Contra estos ataques, Buero Vallejo hubo de defenderse con nuevos argumentos. Contra su condición de “premiado y subvencionado”, recordaba la de otros prestigiosos profesionales que también lo habían sido, como Nuria Espert, José Luis Gómez y otros autores, grupos, e incluso locales y festivales claramente críticos que también gozaban de premios y subvenciones:

¿Despreciará Arrabal a los combativos Teatros Capsa de Barcelona, TEI y Alfíl (sic) de Madrid; al grupo La Murga, al Ditirambo, al de Els Joglars; al Festival de Teatro de Sitges, porque también alcanzaron subvenciones y premios que no les han impedido inequívocas actitudes críticas? ¿Abominará de autores como Francisco Nieva, Jesús Campos, Domingo Miras y tantos otros, porque casi todos se hayan beneficiado de subvenciones o premios importantes, a pesar de la “mordaza” que a menudo sufren? [...] Si Arrabal quiere contar mañana en su país con gentes de teatro y cine que merezcan la pena, pero que hayan percibido, directa o indirectamente, premios o subvenciones oficiales en una nación tan oficializada como la nuestra, trabajo le mando [46] .

Contra la “alienación” que denunciaba Arrabal, Buero defiendía la vitalidad de la cultura de oposición generada en el interior del país: “los ejemplos que he dado siguen acreditando mi persistente afirmación de que nuestra oposición socio-teatral en España, lejos de estar ‘alienada’, ha sido y es una lucha positiva y eficaz, contra viento y marea, en el interior del país. Es decir: en el verdadero frente de batalla” [47] . Buero recordaba así mismo el fracaso comercial de El triciclo, la publicación de algunas de sus obras en España, y su propia presencia apoyando a Arrabal en el juicio de 1967 por la célebre dedicatoria firmada en unos grandes almacenes. En cuanto al frustrado estreno de Los dos verdugos, afirmaba —con acierto, como tuvimos ocasión de comprobar al referirnos a esta obra— que su origen no estaba en el texto, sino en “ciertas provocantes características del montaje y, al parecer, de los programas”.

En fechas próximas a la publicación de estos artículos, José Monleón se refería a “las penosas polémicas que algunos de nuestros escritores exiliados han planteado a los escritores del ‘interior’”, y continuaba:

Dado que en España existe la censura, dado que el público teatral procede de la pequeña burguesía, dado que el régimen político actual posee unas determinadas características, el escribir aquí implicaba la aceptación de tales factores. Por el contrario, el hecho de haberse exiliado implicaba, con el mismo automatismo, que se escribía bajo limitaciones menos rigurosas, y, por tanto, que se escribían mejores cosas. Este debate, hijo, entre otros errores, de una visión mecanicista del teatro, ha hecho ya crisis [48] .

En cierto modo, esta polémica supondría una prolongación de la que en su día mantuvieron Robert G. Mead y Julián Marías en torno a la actividad intelectual del exilio y la del interior; en este caso, acompañada de una serie de reproches personales cuyo principal interés reside en la envergadura de los autores que lo protagonizaron y en el hecho de que, en cierto modo, cada uno recoge una serie de tópicos muy difundidos sobre el otro que deformarían la opinión sobre ambos autores.

 



[1] Berenguer y Pérez, 1998, págs. 156 y 13-14.

[2] K. Pörtl, 1986.

[3] Aznar Soler, 1996, pág. 10.

[4]   Véase una clara síntesis del teatro del período así como una completa bibliografía M. Aznar Soler (coord.),  1996, págs. 9-16 y 17-26 respectivamente.

[5] Una serie de artículos en Hoja del Lunes (1978) en los que el crítico Eduardo Haro Tecglen (entonces asesor del Centro Dramático Nacional) descalificaba a los autores del “Nuevo Teatro Español”, unas declaraciones similares de Adolfo Marsillach (director del Centro Dramático Nacional) y el rumor de que el adaptador y crítico Enrique Llovet iba a ser nombrado ministro de Cultura motivaron la firma del citado Manifiesto por Moisés Pérez Coterillo, Ángel Fernández Santos, José Antonio Gabriel y Galán, Alberto Fernández Torres, José Luis Alonso de Santos, Jorge Díaz, Ángel García Pintado, Ramón Gil Novales, Jerónimo López Mozo, Luis Matilla, Manuel Martínez Mediero, Alberto Miralles, Manuel Pérez Casaux, Miguel Romero Esteo, José Ruibal y Diego Salvador. El Manifiesto fue transcrito y comentado por Alberto Miralles (1979a, págs. 12-24).

[6] Interviú, 16-XI-1978, sección “Las cartas locas”. La cita es de Alberto Miralles, 1979a, págs. 12-24.

[7] Haro Tecglen 1979, págs. 18-19.

[8] Miralles, 1979b, págs. 20-21. La polémica no se detuvo ahí, y aún en 1981, Haro insistía en la idea de que el teatro español era anacrónico y no respondía a las demandas de la nueva sociedad:

“Le preguntamos al teatro quiénes somos, dónde vamos; qué teatro estamos representando nosotros en este lado del escenario. Ya no nos contesta. La razón de ser del teatro es esa calidad de oráculo que ha tenido siempre. Estamos en nuestro derecho al hacerle esas preguntas, y a que nos devuelva la catarsis de entonces, la psicoterapia de ahora. No sólo ha muerto el Gran Pan; se van muriendo, poco a poco, los diosecillos menores. Y los oráculos y las sibilas. Era inevitable que cayeran en esta hecatombe los autores de teatro...

Le hemos preguntado al teatro, en España y en 1980, las viejas preguntas, como un computador descompuesto, mal programado, nos contesta insistentemente quiénes han sido otros antes que nosotros”. (E. Haro Tecglen, “Las preguntas al teatro”, el VV.AA., El año literario español 1980, Madrid, Castalia, 1981).

[9]   Á. Fernández-Santos, “Mirada a las cunetas”, Diario 16, 2-II-1978. En la misma línea, a comienzos de los ochenta, Luciano García Lorenzo hacía el siguiente balance de la situación: “Lo que resulta evidente [...] es que la práctica desaparición de la censura no ha hecho surgir un nuevo teatro, un teatro nacido en la libertad; como en más de una ocasión se manifestaron temores durante la etapa anterior, es preciso reconocer que la libertad no ha hecho mejores a lo dramaturgos que escribieron durante el franquismo, pues la mayoría de los textos prohibidos durante esa etapa han perdido su vigencia, dada la problemática concreta desarrollada y que se refería a un presente o a un pasado muy delimitado”. (García Lorenzo, 1981a, pág. 439).

[10] G. Heras, 1985, págs. 259 y 268.

[11] M. Díez Crespo, “Hace falta una sala para noveles”, El Alcázar, 26-VI-1982. Igualmente el dramaturgo Emilio Romero reclamaba una actitud paternalista por parte del Estado para apoyar a los nuevos autores: “Aquí es donde el Estado tenía que tomar una iniciativa audaz para un debut frecuente e intenso de autores nuevos. Lo importante en el autor es siempre su lanzamiento. Después un éxito anima a todos”. (“5 preguntas a los autores que estrenaron”, art. cit., pág. 22).

[12] Miras, “El autor en la España de hoy: el teatro se convierte en museo”, en: Pörtl, 1986, pág. 25.

[13] Ob. cit., pág. 26.

[14] Jesús Campos, 1985, pág. 77.

[15] Crítica publicada en ABC, citada por Manuel Pérez, 1998, pág. 376.

[16] “Alfonso Sastre, entre la libertad y la censura”, ABC, 16-X-1992.

[17]   José Monleón, 1977, pág. 55.

[18] Ibíd., pág. 58.

[19] 1996, pág. 10.

[20] Amorós, 1987, pág. 150.

[21] Andrés Amorós, Ibíd., pág. 148. Igualmente, al hacer el balance de la temporada 77/78, el dramaturgo Javier Maqua se mostraba fuertemente decepcionado: “Atroz. La situación del teatro es atroz. Con una mirada crítica del revés —desde el escenario al patio de butacas—, el espectáculo que ofrece el espectaculotariado es asombroso: no existe, no hay, no quedan espectadores; el vacío, el silencio llena los “graderíos”, se apodera del gallinero, puebla el local... [...] El teatro se encuentra en estado comatoso”. (Javier Maqua, “El empresario se confiesa”, Pipirijaina, 7 (jun. 1978), pág. 6).

[22]   J. Monleón, Ibíd., págs. 57 y 60.

[23] “Crónica de 30 días”, Pipirijaina, núm. 3 (diciembre 1976), pág.  2.

[24] A. Miralles, 1977, pág. 350. Unas páginas antes, Miralles afirmaba: “Jamás estará en los escenarios un reparto como éste: Vilá Reyes, Girón, Nicolás Franco, el general Luis Rey Rodríguez, el coronel Carlos Grandal Segade, García Trevijano, Solis, el marqués de Villaverde, Francisco Ardid, Sánchez Covisa y tantos otros. Nada tiene más virulencia que la opinión de Franco aireada a raíz del libro de su primo Salgado Araujo: ‘A Franco no le importaban demasiado los negocios sucios de sus colaboradores, siempre y cuando la adhesión de estos a su persona y al régimen estuviera suficientemente constatada’.

¿Quién se atreverá a estrenar un nuevo Ruedo Ibérico? ¿Quién se atreverá siquiera a presentarlo a la todavía existente e insistente, voraz, vejatoria, antidemocrática Censura ideológica de un país pretendidamente democrático? ¿Cómo puede entenderse ya un “teatro de urgencia” o de “denuncia”, cuando cada mañana el periódico nos ofrece la obra crítica más grande jamás pensada, más rabiosa y develadora que se pueda imaginar, calientes aún los sucesos y las voces que la motivaron? ¿Qué poder, qué eficacia puede tener ese teatro, si el mejor espectáculo, el más actual, el más agresivo, lo está escribiendo diariamente la prensa española al unificado precio de 15 pesetas butaca?”. (Ibíd., págs. 149-150).

[25] Ibíd., pág. 61.

[26] Entre ellas, la subida del precio de las entradas, unida a la crisis económica, y a que el público que aún podía permitirse ir al teatro era mayoritariamente conservador, motivos a los que se añadiría el incremento de la delincuencia, que contribuyó al vacío de las salas en las funciones de noche. (Monleón, 1978a, págs. 58 y 62).

[27] Miralles, 1977, pág. 157.

[28] Á. Berenguer y M. Pérez, 1998, pág. 19.

[29] Tal como señalan Berenguer y Pérez, la explicitud del mensaje ideológico de estos espectáculos hace de ellos un producto singular en el panorama del teatro español (y europeo) del último cuarto de siglo, pues desde Murió hace quince años, de José Antonio Giménez-Arnau, el drama ideológico prácticamente había desaparecido de los escenarios. (A. Berenguer y M. Pérez, 1998, pág. 44).

[30]   J. Monleón, 1978a, pág. 82. Véase igualmete: Romero, 1975b.

[31] J. Monléon, “El teatro”, en VV.AA., El año literario español 1975, Madrid, Castalia, 1976, pág. 65.

[32] J. Monleón, 1978a, pág. 77.

[33] Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 18.

[34] Ob. cit., pág. 67.

[35] Berenguer y Pérez, 1998, pág. 81. Berenguer y Pérez establecen tres subtendencias en el seno de la tendencia renovadora, tanto en función de la diferente intensidad y ritmo demandados al proceso transitorio como de los diferentes lenguajes artísticos empleados para expresar sus respectivas visiones del mundo. (Ibíd. págs. 82 y siguientes).

[36] Dicha tendencia aglutina creaciones que expresan una mentalidad partidaria de prescindir en su totalidad de los elementos del anterior régimen. Entre los dramaturgos aquí incluidos se encuentran Alfonso Sastre, José Martín Recuerda, Manuel Martínez Mediero, Miguel Romero Esteo, Eduardo Quiles, Antonio Martínez Ballesteros, Domingo Miras, Luis Matilla, Jerónimo López Mozo y Alberto Miralles, además de grupos como Tábano. (Berenguer y Pérez, 1998, pág. 158).

[37] Para estos autores, “El conjunto de creaciones englobadas en la llamada subtendencia de reforma mantiene un notable vigor que se prolonga hasta nuestros días”. Dicha tendencia, señalan, se caracteriza por mantener “una evidente correspondencia con la mentalidad reformista en el plano político-social que finalmente protagoniza y conduce el proceso de cambios”. (Berenguer y Pérez, 1998, pág. 100). En este grupo se encuentran Antonio Buero Vallejo, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez o Carlos Muñiz, y entre quienes comienzan a escribir ya en los setenta, Jesús Campos, Fermín Cabal, José Luis Alonso de Santos, José Sanchis Sinisterra, Josep Maria Benet i Jornet, Fernando Fernán-Gómez o Rodolf Sirera.

[38] Ob. cit., pág. 106.

[39] Este grupo de dramaturgos constituye, para los citados autores, la subtendencia de ruptura. (Berenguer y Pérez, 1998, págs. 134-135). Entre los autores más significativos de este grupo, cabe citar a Francisco Nieva, Fernando Arrabal, Alfonso Vallejo, Luis Riaza, José Ruibal, Rafael Alberti, y los grupos Els Joglars y La Cuadra.

[40] Ob. cit., págs. 68-69.

[41] Arrabal, 1975, pág. 5.

[42] Buero Vallejo, 1975. El dramaturgo señalaba además que el propio Arrabal había sido posibilista cuando aceptó la publicación de una de sus obras con el título cambiado (Ciugrena por Guernica), si bien en este caso se trataba de un error, puesto que el autor melillense renegó de esa edición.

[43] Arrabal, 1976a, págs. 9-10.

[44] Subrayado en el texto original.

[45] Subrayado en el texto original.

[46] Buero Vallejo, 1976, pág. 6.

[47] Ibíd.

[48] Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 34.